dilluns, 6 de febrer del 2012

Ahora resulta que es que yo creía demasiado en el destino. Es lo último. Resulta por lo tanto que yo creía en algo… ¿Desde cuándo?
Estás sentada en el banco de la estación. Está frío y te sientas en el borde. Aún es de noche y el viento entra por los agujeros cuadrados que tiene dibujados el banco, entra soplando hacia arriba, dificultando que las hojas del libro que intentas leer se mantengan quietas. Es sólo una de las muchas distracciones que juegan al escondite con tu concentración. Las puntas abiertas del pelo siempre te han ganado el pulso. Es difícil. Estudiar aquí o irte lejos, incluso salir del país. Tus prioridades han cambiado, y eso que siempre te habías vendido como una chica de principios. Quedarte aquí y empezar otra carrera. Otro idioma, otro instrumento. El auricular derecho no deja de caerse. Te gusta la estación así, fria y distante. Los demás esconden sus narices bajo bufandas de colores y a ti te lloran los ojos, que entrecierras porque el viento parece haberse enfadado. Cambia la jerarquía de tus credenciales. Crees que el problema ha sido que siempre has estado a punto de tocar la snitch. Definitivamente ese era tu problema. Creiste en demasiados amigos. Ahora caminas por las aceras sin más preocupación que desapercibirte en la mediocridad provocada. Mejor quedarse en casa… ¿para qué vivir experiencias extermas? Más vale pájaro en mano, ¿no? Pero ¿desde cuándo te has vuelto tú así?
Los cambios empiezan a rodearte de una manera que empiezas a no sentirte parte de lo que eres, y sigues jugando con el pelo. Llegas al punto de no saber por qué escribes esto aquí y ahora. Crónica de una muerte anunciada.


dissabte, 4 de febrer del 2012

La noche del Tlatelolco

     Un niño de cinco o seis años que corría llorando, rodó por el suelo. Otros niños que corrían junto a él huyeron despavoridos pero un chiquito como de seis años regresó a sacudirlo: "Juanito, Juanito, levántate". Lo empezó a jalonear como si con eso fuera a reanimarlo: "Juanito ¿qué te pasó?". Seguramente no sabía lo que es la muerte, y no lo iba a saber nunca, porque sus preguntas ya no se oyeron, sólo un quejido, y los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, el uno encima del otro. Yo lo vi todo. Quería arrastrar al pequeño hasta la zanja donde me encontraba. Le grité varias veces pero como las balas silbaban por todas partes no me atreví a ir a por él. Me limité a gritarle : "¡Niño, niño, ven acá, niño!", pero estaba demasiado ocupado en revivir a su amigo. ¡Hasta que le dio la bala!

    Sé que soy un cobarde, pero sé también que el instinto de conservación es terriblemente egoísta.